martes, 17 de marzo de 2009

El Vigía.




12 años llevo ya encerrado en la atalaya. Y me he dormido en el olvido esperando la proximidad de la guerra.

La situación cambio drásticamente para mi pueblo a inicios del siglo, cuando la capital del país se levantó en arma para mejorar la calidad de vida para todos los campesinos. 5 años tardamos construyendo esta atalaya en la cima de la montaña más alta, el mejor lugar para vigilar y dar aviso al pueblo cuando los enemigos estuvieran próximos, para tener tiempo para prepararnos y responder el ataque con la mejor defensiva que un pueblo de 5 mil habitantes podía ofrecer. Ahora lo que faltaba era un hombre valiente que se ofreciera de vigía y renunciara a su vida cotidiana y al contacto con su familia por largas temporadas, mientras se encontraba el reemplazo para alternar los turnos de vigilancia.

Mi vida hasta el momento había transcurrido aburrida y solitaria. A mis 45 años no tenía esposa ni hijos, mis últimos parientes vivos habían sido unas tías lejanas que murieron al inicio de la construcción de la atalaya, mi pequeña granja no era buena productora de nada, y poco a poco me estaba yendo a la quiebra al punto de estar por perder la granja. Así que pensé, - ¿por qué no?- y me ofrecí como primer vigía. Nadie lo esperaba, no acostumbraba participar en ningún tipo de festividad local ni muchos menos ayudar a los preparativos de éstos. Era conocido como “el viejo cascarrabias” entre los jóvenes, y los adultos hacía tiempo que habían dejado de molestarse en saludarme o darme los buenos días sin recibir una amable contestación a cambio.

Se ofreció una cena en mi honor en la alcaldía, me agradecieron por tener el valor y el compromiso social de ayudar a nuestro pueblo en tales circunstancias, y aunque nos encontrábamos prácticamente fuera del alcance de cualquier ataque por parte del ejército nacional por razones geográficas; ya que nuestro pueblo se encontraba rodeado de montañas, el miedo en el pueblo era incontenible debido a que el secretario había mandado una carta a los revolucionarios ofreciendo nuestro apoyo y nuestras vidas.

Los siguientes 10 días fueron de entrenamiento físico para poder subir las escaleras de la atalaya que medía casi 30 metros de altura, y se encontraba en la cima de una montaña de más de mil metros de altura, a la cual se accede por la parte más baja de la población, cruzando el río, una larga caminata en caso de no tener al menos una mula de transporte.

Llegó el día, después del entrenamiento, en que tomé mis viejos libros, una valija llena de ropa y una dotación de pan de trigo; mi favorito, como para alimentar una tropa, me debería durar mínimo tres meses. Me llevaron en una carreta nueva, con caballos fuertes y jóvenes, escoltado por varios oficiales y varios otros civiles a caballo. Llegado a la cima me entregaron una caja de fuegos artificiales, para uso especial de aviso ante el acercamiento de cualquier tropa militar sin importar el bando de ésta.
Tres jóvenes subieron mis pertenencias y mi dotación de comida y agua hasta la puerta de la atalaya que se encontraba a 15 metros de altura subiendo por una escalera desde afuera de la misma, de ahí en adelante yo debía subir los otros 15 metros con mis valijas en una escalera interna casi vertical que por poco me manda de espaldas al suelo. Desde la ventanilla del cuartito que ahora pasaría a ser mi hogar por tiempo indefinido, me despedí de mis acompañantes, que partieron deseándome suerte y prometiendo volverían pronto con más comida y con nuevas de quién me sustituirá como vigía al paso de algunos meses.

Mi cuarto en la atalaya no estaba nada mal. Con una forma circular de aproximadamente 10 metros de diámetro, contaba con un pequeño baño y un catre con un colchón de paja bastante cómodo. Un pequeño fogón con su chimenea. Una mesita y una silla, una lámpara de aceite con un garrafón de aceite para subsistir al menos medio año. Las grandes ventanas sin vidrios permitían una ventilación maravillosa, y tenía bajo la mesa láminas para cubrirlas en caso de lluvia. El declive en el tejado proporcionaba una sombra deliciosa para leer a cualquier hora del día y ayudaría a que mi comida durara un poco más de lo establecido. No estaba nada mal después de todo.

Pasaron tres meses sin indicio alguno de que seríamos atacados, lo único que veía desde mi puesto era el pueblo a lo lejos, y un basto paisaje de montañas y árboles, ganado bebiendo en el río y por primera vez la visita en una carreta de tres hombres que me traían alimento y más agua. Aún tenía suficiente de la comida proporcionada al principio como para otros dos meses, pero no dije nada y acepté la comida y el agua, que esta vez venía en mayor cantidad, me informaron que aún no se encontraba un reemplazo, que al parecer no había hombres valiente como yo en el pueblo, me sentí orgulloso y pedí no se molestaran, que yo seguiría de vigía, después de todo no era molestia alguna pasar el día en completa tranquilidad. Pedí la próxima vez me trajeran libros y algunas hojas blancas y tinta para escribir. Sin más lo hombres bajaron sus 15 metros y yo subí los míos.

Debí suponer que la cantidad de comida y agua había sido incrementada para demorar la siguiente visita. A partir de esto solo me enviaban lo necesario cada 6 meses. Afortunadamente se controlar mi apetito y como solo en mis horas establecidas, así que no había problemas con la escasez de comida o agua. Presencié los cambios en las estaciones, tormentas que a la altura de la montaña no eran nada comparadas a como se sentían en la comodidad de la granja, agradecía la fortaleza de los cimientos de mi atalaya, y de no haber caído junto con ella hasta las orillas del río a las faldas de la montaña. Leí infinidad de veces El Quijote de la Mancha, juzgué su locura hasta entenderla y casi admirarla. Luché sus batallas y amé a Dulcinea, esperé sin éxito la visita de Sancho Panza. Me asomé por la ventana en busca de Rocinante.

Escribí cientos de páginas sobre historias ficticias y finales alternativos para todas las novelas y cuentos que leí en mi estancia en mi “fortaleza”.

En el octavo año de mi estancia en la cima de la montaña fue cuando recibí mi última visita, tenía 53 años y la comida que me trajeron era abundante. Alimentos no perecederos, me explicaron. Latas de atún, latas de frijoles que solo debía poner en una olla sobre el fogón y estarían listos en minutos. Una gran valija llena de libros, y paquetes de hojas blancas y un garrafón de tinta, lo más valioso para mí en lo recibido.
Sufrí como nunca para subir todo esto, bajé y subí cuatro veces para lograrlo. Terminé exhausto y con un dolor de espalda insoportable. La edad y la falta de ejercicio me estaban alcanzando.

10 años habían pasado desde mi subida a la atalaya, Sufrí la tempestad más fuerte que había presenciado, el agua tumbó las láminas de las ventanas y mojó la pólvora en los juegos artificiales, empeoró mi dolor de espalda con la temperatura y la tos que me acosó hasta ahora. En éste año, a mediados de agosto hubo un gran festejo en el pueblo, juegos artificiales, bullicio, las calles llenas de gente hasta altas horas de la madrugada, algunos cuantos hasta la mañana, lanzando balazos al aire en muestra de su felicidad.

El pueblo había crecido o así se veía desde mi altura, las luces permanecían encendidas toda la noche y había postes con cableado, hacía varios años que habían empezado a crear un camino pavimentado que se comenzaba en la entrada del pueblo y se abría paso entre algunas montañas hasta perderse de vista. Transportes motorizados; automóviles, como decían mis libros, habían llegado al pequeño pueblo que me vio nacer entre paja y tierra. 12 años han pasado y el vigía ha sido olvidado, como los ancestros que pusieron los primeros tablones en las primeras granjas del pueblo, cuando tan solo era habitado por unas cuantas familias, como los sauces que habitaban en lo que ahora es el camino fuera del pueblo, como la vida misma cuando la muerte se acerca a dar su abrazo frío y nos inunda de niebla los pulmones, como el calor que despoja el cuerpo y nos abandona en una paz helada tras una guerra perpetua. Al fin ya no me duele la espalda.


Irving González.

viernes, 13 de marzo de 2009

Matrimonio.




Cántame tus cánticos de amor, como ayer, como el domingo en que te conocí, ruégame que no te mate, dame razones para no hacerlo, para arrepentirme y perdonarte por tus pecados, que más que dolor a Dios me lo han causado a mí.

Debí haber sospechado de ti desde aquél día que no te encontraba por ningún lado en la fiesta de disfraces de mi amigo Pedro, desde un principio ya sabía yo que no debíamos asistir, el nunca me había dado buena espina. Te busqué por la cocina, el patio, incluso salí a la calle, te busqué por media hora, para regresar a la sala y encontrarte charlando con la mujer maravilla. Me dijiste que habías estado en el tocador, que te hacía falta un retoque de maquillaje a pesar de ir disfrazada de gatubela, yo fui a todos los baños en la casa y no te hallé, sin embargo te creí, te quise creer.

Por Pedro ni te preocupes, me confesó todo y se culpó de haberte seducido la primera vez, pero por el sé que no fue la única.

Pedro es un hombre al que se le dan fácil las aventuras, desde nuestros años en la preparatoria le he conocido infinidad de mujeres; casadas, divorciadas, con novios, con hijos y sin ellos. Era un hombre muy atractivo, no lo puedo culpar por ser asediado por mujeres. Pena me da que se haya fijado en la mía, ahora los únicos que disfrutaran de su miembro viril serán los peces del río Lerma.

La última vez que tú y yo tuvimos sexo fue tan diferente, tan frío, tan banal. Nunca te había sentido tan distante, tan indiferente, sin embargo amaste como nunca nadie me supo amar. Cerrabas los ojos para no verme, seguro pensabas en él, en su cuerpo, en sus palabras y sus suspiros en tu cuello.

No sé porque siempre me ha gustado tocar tus manos, tan sedosas, tan jóvenes a pesar de tus ya varias décadas. No te asustes, no te haré daño aún.

Tu llanto no es un cántico de amor, mis oídos se están cansando de escucharte. Tus movimientos bruscos para liberarte de la silla, no hacen más que excitarme. ¿Estás de humor para un poco de sexo?
Yo lo estoy.

Tu piel nunca había estado tan cálida, tu olor nunca había sido tan fuerte; tan humano.
¿Me sientes?
Yo te siento.
Y te siento como nunca antes te había sentido, te cojo como nunca antes te había cogido, sin amor, con puro morbo, como un pedazo de carne, pedazo de zorra, pedazo que eres. Me encantan tus mordidas, si prometieras amarme así por la eternidad tal vez te daría una segunda oportunidad. Pero seguro así mordías a Pedro, y no soy un hombre al que le guste compartir o ser plato de segunda mesa.

Ya casi amanece, y si quiero que todo salga como planeado será mejor que me apresure. Ya no me molestan tus gritos, pero será mejor que tome precauciones, amordazo tu boca para empezar a hacer lo que debí hace años ya.

No te asustes, la sierra es para después, ni la vas a sentir.



Irving González.
Foto Joel Peter Witkin.