lunes, 17 de agosto de 2009

Esperanza.


Esperanza se lava la sangre en sus manos con el agua del río,
quizá con ésta vuelva la pureza a sus manos.

Cuando todo pintaba ir bien para Esperanza; como le pinta a cualquier niña de 13 años, el destino le jugó una broma. Esperanza Creció.

Esperanza ya no es una niña, o eso dicen los vecinos entre copas durante la celebración de la boda de Virginia, su hermana mayor.

Virginia tenía un futuro grande, decían sus padres -Virginia irá a estudiar a la capital, trabajará, nos sacará de pobres, le dará un futuro a su hermana-. Virginia quedó embarazada recién cumplidos los quince. A Esperanza le cortaron las alas.

Valerio de 17 ama a Virginia, se lo demuestra casandose con ella, - no cualquiera se casa a mi edad, si lo hago es porque te quiero-. Valerio ahora vive en casa de Virginia y deja su trabajo de pescador por un puesto en la fábrica de embutidos.

El porvenir ahora está en manos de Esperanza, -nos traerá júbilo, en ella confío- dice Don Fausto a Doña Justina, que cierra los ojos y sigue rezando.

Esperanza ya no tiene permiso para salir a jugar, debe estudiar todos los días para terminar lo que Virginia ni siquiera empezó. De mañana su aseo personal, el desayuno y el aseo de la casa. A mediodía hacer la comida, estudiar los libros de secundaria que nunca abrió Virginia y esperar a los hombres de la casa. Al atardecer comer en familia con Don Fausto, Doña Justina, Valerio y Virginia. Lavar los platos sucios y tejer chambritas con Virginia para el esperado, pero no tan grato nuevo miembro de la familia. Si Valerio se lo permite, escuchar un poco de música en esa vieja grabadora que le regalaron en la boda. Esperanza está agotada.

Solo dos meses más y llega el niño,-claro que es niño, tienes la panza redonda y puntiaguda- dice Doña Justina. Hace un mes que Virginia y Valerio no se hablan.

Valerio encuentra su escape escuchando música al anochecer con Esperanza, a veces bailan, a veces ríen, a veces solo Esperanza baila y Valerio la mira.

Doña Justina tenía razón, no como siempre, no para lo importante, nació el varón. Se llamará Heliodoro, como el difunto padre de Valerio. Valerio celebra, pero no en casa, no en familia. Virginia está exahusta, el niño no deja de llorar, -despierta Esperanza, te toca cuidarlo, deja que descanse ahora tu hermana- dice Doña justina a las 3 de la mañana.

Esperanza obedece como siempre, Esperanza piensa en la familia, se queda con el niño en brazos en la sala hasta que logra dormirlo y lo acuesta en un sillón y lo rodea de cojines para que no se caiga. Valerio llega a casa, borracho como cuando conoció a Virginia en las fiestas del pueblo, con ganas de cantar, con ganas de bailar, -ahorita no Valerio, no hagas ruido que acabo de dormir al niño-.

Valerio ya no hace ruido, Esperanza debería. Valerio extrañaba más que celebrar, más que beber, -Esperanza, estás tan bonita-. Esperanza apenas respira con la mano de Valerio en la boca, mejor no se mueve para no despertar al niño, no grita para no despertar a Virginia, no llora para no molestar a Valerio. Esperanza no va a dormir esta noche ni la siguiente. Esperanza ha sido usada.

Esperanza se lava las manos en el río, para limpiar la sangre de su deshonra.

Valerio como todo hombre, comparte el lecho en dos cuartos distintos; en uno coge en otro duerme. La paciencia como el amor se agota, un cuchillo bajo la almohada para cortar dolores, un cuchillo en la espalda, para acabar desdichas. Valerio ya no se ve joven, ni se ve fuerte cuando está inherte.

Esperanza se lava la sangre en las manos con agua del río,
para borrar la culpa, para limpiar las penas.

La sangre en las manos de Esperanza no se va, ni la de sus pechos, ni de su cuello,
Esperanza flota y se desprende en el río.

Esperanza se va, Esperanza se ahoga, Esperanza se muere.