jueves, 29 de diciembre de 2022

Costumbres Pt2.

 Sembró mensajes por la casa como huevos de pascua. ‘No quiero que me quemen, el fuego siempre me ha provocado mucho terror. Asegúrate de que me entierren sin cajón en alguna huerta y que planten un mamey encima mío, siempre me ha gustado el mamey’. Nunca la vi comer un mamey. No tengo un solo recuerdo suyo comiendo alguna fruta. Ahora que lo pienso no la recuerdo comiendo otra cosa que no fuera pan. Cualquier tipo de pan, le daba igual, dulce o salado, artesanal o de paquete, relleno de cremas o seco y duro, sus favoritas eran las donas cubiertas de caramelo con trocitos de tocino. Sí recuerdo verla comer la masa cruda antes de hornear mientras charlaba tranquilamente sobre los árboles genealógicos del guión de la novela de las nueve, picando pedacitos de harina mojada y haciéndolos bolita antes de meterlos a la boca, mientras Marta la cocinera escuchaba sus teorías. 

Pero si se tomó el tiempo de escribir una nota y esconderla dentro de mis calcetines amarillos, esos que sabía que me gusta usar los domingos, así no objetaré y habré de creerle. 


Un lunes al llegar a la oficina, retrasado en proyectos y con los clientes tercos al teléfono, recibí no menos que diez correos electrónicos suyos con ‘Urgente’ como asunto, en los cuales numeraba por órden de importancia dramatica las canciones que debían tocarse en su funeral. En ese momento me enfurecí y decidí no contestarle, pero debo admitir que la hora de la comida la dediqué a crear el playlist.


Su afición por la muerte me causó preocupación cuando comenzamos a salir. La primera mitad de la cena me contó de cómo sería su muerte ideal si pudiese elegir (por asfixia), y la segunda mitad me interrogó para averiguar si tenía mi vida (y muerte) en orden, pues consideraba como el acto más egoísta no tener seguro de vida y gastos funerarios saldados. Aprecio la tradición mexicana de celebrar la transmutación, pero dudé del estado de su salud mental. 


Tenía una cadencia al hablar que te hacía pensar en aves planeando sobre la costa. Sabías que algún otro pensamiento había aparecido cuando de la nada se quedaba callada, a veces detenía su andar. Nunca supe qué tipo de imágenes o sonidos inundaban su cabeza, pero sé que eran oscuros, pues era difícil lograr hacer que sonriera de nuevo por al menos una hora.


Al año nos mudamos juntos. ‘El vestido amarillo colgado dentro de la bolsa blanca, al fondo del clóset, es con el que quiero que me velen. Que a nadie se le vaya a ocurrir dejarme ir en ropa aburrida y olvidable, ordinaria’, fue la primera nota que descubrí, hecha rollito dentro de la caja del cereal. Los días con ella transcurrían fugaces y divertidos, no había manera de mantenerla quieta. Algunas mañanas me despertaba tocando una trompeta vieja que no tengo idea de dónde sacó, vestida como exploradora, con un mapa en la mano y la camioneta encendida. También decidió que no había manera de que celebremos un cumpleaños más en casa, así que cada año, el día primero, compraba boletos de avión a una ciudad diferente para su cumpleaños y a otro país por el mío (a solo cuatro meses de separación). 


Hablaba de las mil y un maneras en las que se puede morir viajando. Investigaba las causas de fatalidad más comunes por edad o el mayor índice de criminalidad por poblado al lugar que estuviéramos visitando. Las probabilidades de recuperar un cuerpo, dependían de la actividad turística que estuviéramos practicando. 


La muerte estuvo siempre latente en nuestras vidas, aprendí a no temerle y gozamos de treinta años juntos. Su partida fue rápida e indolora, en una mañana soleada de primavera, conmigo a su lado, tal como ella la eligió. La huerta también la había elegido ella, me dejó saber en el primer mensaje de whatsapp que jamás escribió. El árbol lo elegí yo. Un trasplante de tres años,  el siguiente año podría comer sus primeros frutos.  Cuando finalizó la ceremonia la encargada de la huerta se ofreció a mostrarme donde crecen las hortalizas, cómo supo que siempre me han gustado los tomates.


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